El fin del verano se acerca aquí en mi desierto, y con ello, las grullas y los gansos emigraran hacia el sur, aves que nos regalan una algarabía de gritos y vuelos que anuncian el invierno, al final del invierno, regresaran anunciando la primavera. Así como estas, muchas otras aves me recuerdan el mundo que mis padres platicaban, para ellos, los cielos se cubrían de blanco y gris; eran los colores de las grullas y los gansos.
Hoy, creo que las aves pasan solo para recordarnos lo que fue, lo que tuvimos y lo que aniquilamos en nombre del progreso.
Hace ya muchos años, por diferentes circunstancias termine viviendo en una casa hogar que me tocaría construir en sus inicios, en Cd. Juárez Chihuahua. Vivía en la pequeña y humilde oficina desde donde vivíamos cada caso que llegaba a nuestro querido lugar. Vivíamos cadencias y comíamos necesidad.
Un día, llegaron las autoridades, y aterrorizados por el caso, me entregaban 3 pequeñas y un chamaco, otorgándome la custodia temporal. La mayor de todos se llamaba Johana.
Los chamacos tenían por madre una bonita mujer de la calle, y por padre, un “tecato” – drogadicto empedernido que se “chutaba tecata o chutama” – se inyectaba heroína. El padre, al punto loco, abusaba sexualmente de las chamacas que, a su corta edad, manifestaban la mescla de sentimientos entre el odio y el amor para el tipo. Fue cuando ahí, en el “picadero” –lugar donde se inyectan droga, un día, esa bestia ofreciera sus propias hijas a cambio de drogas, y a algún drogadicto no haciéndosele nada bonito el asunto, y lo “puso en la cruz” –lo delato sin más, y el cuate a la cárcel fue a dar. La madre que solo vivía entre de una noche para otra, de un hombre al nuevo, y de una droga a la siguiente, ni se enteró del asunto sino que hasta que las autoridades al buscarla, le informaran donde estaban sus hijas e hijo. Las niñas y el niño vivían alejados de los demás dentro del albergue, como protegiéndose o resguardando algo que ellos traían como valioso. Niños solitarios entre docenas de niños siembran más soledad y tristeza y en su deambular, buscaban a la persona más solitaria de todos; entonces, congregándose en mi oficina para que les contara algún cuento o algún chiste, yo forzaba las sonrisas, y fingía la felicidad para aportar a aquellas criaturas algo de esperanza, aun cuando en ese momento no tuviera nada que dar.
Las aves de otoño auguraban el invierno crudo cuando volaban temprano. El ave de Johana había iniciado su vuelo años antes de que ella naciera, pero ella, sacando de su adentro la estirpe que solo sacamos los derrotados y caídos, caminaba con la frente en alto y le daban pena los demás afligidos. Ella era una garza entre grullas y gansos; y le daban pena las calandrias.
Un día, un trabajador social regreso a la casa hogar, anunciando que las clases de buena paternidad, garantizaban que la familia pudiera regresar con la madre, que ya mejoraba de su situación y que le entregaban las niñas y el niño.
Con tristeza los vimos partir, y con más tristeza observe como Johana regresaba cada día por las tardes, a platicar con los niños y niñas que se encontraban adentro de la casa hogar, y que por razones de seguridad, cuidábamos de ellos resguardados tras unas puertas metálicas. Yo salía y la invitaba a entrar, ella solo bajaba sus ojos y con lágrimas moviendo la cabeza, decía que no. Llevaba su mochila y bestia su uniforme escolar, y los días y las semanas pasaban y la rutina era siempre la misma. Pasaron meses cuando un día, la madre regreso, para platicarme que ella solo tenía a las dos niñas menores y que el niño y Johana, se las había regresado al padre, quien después de 12 meses en la prisión, ya estaba apto para cumplir con su responsabilidad. – “Vieja irresponsable”, me dije a mi mismo… Ella estaba ahí para decirme que se había enterado que la chamaca ya no iba a la escuela desde mucho tiempo atrás y que el hombre la tenía ahí como su mujer, pero ese no era el problema, ahora la ofensa era que la prostituía entre sus amigos y la cambiaba por una “chinche de negra” – dosis de heroína para un viaje. A las autoridades no les había dicho del problema, porque ella misma había llevado a los niños con la bestia que tenían por padre.
No soy una persona pasiva ni mucho menos violenta, pero ese día, me subí a mi automóvil y me dirigí al picadero donde vivían ellos. Al llegar, estaba lleno de “prendidos”, “tecatos” y “malillas”, y todos, esperaban su turno para “chutearse” la droga. Una de las personas clave de un “picadero”, es el “medico”, que es el que “cura” la “tecata”, busca la vena y les inyecta la droga a las personas. En el proceso, se utiliza un algodón para tapar la herida, pero la presión del flujo sanguíneo, arroja una cantidad diminuta de droga junto con sangre, misma que es absorbida por el algodón. El “doctor”, acumula los algodones y cuando un “malilla” no muy suertudo en el arte de conseguir dinero para la droga, y cuando la “malilla” – o ansias y dolor de huesos ya los aniquila, piden por unos cuantos pesos, los algodones que, son apachurrados y escurridos para así lograr una dosis que llevaran a su vena y junto con ese “caldo”, todas las enfermedades que los “tecatos” dejaron ahí. En el mundo de la drogadicción decir que “ya está en los algodones”, es despedirse del individuo puesto que su nivel de drogadicción es tal, que ya pisa los lugares más bajos de lo bajo, y consume lo peor de lo peor y solo es cuestión de tiempo para que termine su existencia. La pequeña garza estaba al fondo, en un colchón que estaba tirado al piso, y yo, como invisible, caminando entre los malandros, la tome de la mano, y sin palabras la saque de ahí. Pasaron unas horas y el padre me visitaba en la casa hogar, amenazándome con una denuncia de secuestro, se encontró con una promesa de mi parte que lo hiso reflexionar y como los malandros viven de amedrentar, aprenden a distinguir entre un supuesto de amenaza, y una promesa y mi promesa solo era existencial; habrá un altercado y al final, o existes tú, o existo yo, pero a los niños ya no los tocas.
Las grullas y los gansos anuncian el invierno, los algodones entre los malandros, anuncian el final de alguien que vive muerto su existencia. El padre de nuestra garza ya caminaba entre los algodones y pronto caminaría entre las nubes.
No sé si mi remordimiento es genuino o valido, no sé si cuando me acuerdo del asunto, solo recuerdo una porción de lo más selecto en mi interior; y me atormento. Me disgusta el no haber hecho algo antes, hoy me aflige ver el portón donde Johana lloraba y yo no entendía lo que ella vivía. Me digo que fui un cobarde y deje que estas criaturas se fueran de nuestro cuidado, luego me recuerdo que la decisión no fue mía ni de la institución y entonces las grullas y gansos elevan la mirada, emprenden el vuelo, y anuncian lo que vendrá.
Mi ave voló desde aquel día, y nunca ha regresado para platicarme si la niña sufre frio durante los inviernos, si sus lágrimas derramadas aún continúan fluyendo o fueron colectadas como joyas preciosas y se exhiben para dar luz al perdido. No sé si para sus hermanas y hermanos las aves han volado temprano o tarde y tengo una vida sin atreverme a preguntarlo. Hoy saco los recuerdos de mi morral y como malandro que busca algodones, recojo aves que han volado temprano y tarde, y nunca han regresado. Busco entre el morral para ver si han regresado las aves y busco en el cielo aves para ver si el invierno ya termino, o está por terminar. Busco y busco y solo encuentro algodones que me dormitan, me matan poco a poco, y me llenan de todo lo que otros cargaron en sus venas.
Quiero buscar en mi morral, y remplazar los algodones, por los enormes gansos blancos y atando un hilo, permitir que me arrastren hasta donde con el horizonte muerde el sol, y mis gansos se conviertan en nubes llenas de agua, y preguntar si han encontrado esa primavera perpetua que ahora entiendo busca de sur a norte, y de norte a sur sin encontrar.
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